
Olga González Sanabria dedicó 32 años de su vida profesional a la NASA, pero su trayectoria no se limitó a permanecer en una sola unidad. Su enfoque audaz y su mantra personal sobre cómo enfrentar tanto la vida como su carrera la llevaron a explorar constantemente nuevas fronteras. «Me considero un agente de cambio. No puedo llegar a un lugar y hacer las cosas de manera convencional», expresa con convicción.
En la década de 1970, en el vibrante entorno de Puerto Rico, una joven estudiante de secundaria tuvo la oportunidad de asistir a conferencias sobre carreras científicas en la universidad. Aunque inicialmente no había considerado seguir una carrera en ciencia, su profesor de matemáticas, al notar su potencial brillante, le brindó el empujón necesario para participar.
Fue en una de esas charlas donde todo cambió para ella. Cuando uno de los ponentes comenzó a hablar sobre ingeniería, se sintió instantáneamente cautivada por un campo que hasta ese momento le era completamente desconocido. En ese preciso instante, experimentó una revelación que cambiaría el rumbo de su vida: “Escuché cómo se abrían mis alas. De hecho, oí ese ‘pop, pop’: ¡esto es! Fue solo un momento fugaz, pero fue exactamente así”, rememora con una sonrisa.
Años después, esa misma estudiante puertorriqueña se enfrentaría a uno de los desafíos más significativos del ámbito espacial: contribuir al desarrollo y mantenimiento de la Estación Espacial Internacional (EEI), un logro que representa no solo un hito tecnológico sino también un símbolo de colaboración internacional en la exploración del espacio.
La EEI, ese impresionante laboratorio flotante que actualmente alberga a siete personas y orbita nuestro planeta 16 veces al día desde 1998, es el resultado de décadas de esfuerzo y visión. Sin embargo, la idea de establecer una base permanente en el espacio ya se contemplaba en las décadas de 1940 y 1950. Uno de los principales obstáculos que impidieron el avance del proyecto durante tanto tiempo fueron las limitaciones en la energía proporcionada por las baterías.
Hoy, podemos mirar hacia arriba y ver esa maravilla tecnológica flotando en el cielo, gracias a la brillante mente y dedicación incansable de Olga González Sanabria y su talentoso equipo de ingenieros en la NASA. Su historia es un recordatorio inspirador de cómo la curiosidad, el apoyo y la perseverancia pueden abrir puertas hacia logros extraordinarios que benefician a toda la humanidad.